Hace ya mucho de mi ausencia, y creo ya muchas cosas han pasado, son tantos aquellos sucesos tan impredecibles como aquella lluvia de aquel abril sucedieron, y dieron lugar a muchas cosas. 

La tormenta llegó despacio, como si el cielo mismo quisiera darnos tiempo para prepararnos. Primero, fueron las nubes que empezaron a oscurecerse en el horizonte, y luego el viento, suave al principio, pero que con el tiempo fue cobrando fuerza. Sabíamos que algo se avecinaba, que las cosas estaban cambiando, pero aún podíamos encontrar momentos de calma entre las ráfagas.

En esos días previos al final, los pájaros se posaron sobre los árboles y cantaron sin cesar, como si no supieran lo que se avecinaba, o tal vez lo sabían y querían alegrar el camino. Sus trinos llenaban el aire con una melodía esperanzadora, un canto que parecía decirnos que no todo estaba perdido, que incluso en los momentos más oscuros, la naturaleza sigue su curso y la vida encuentra formas de continuar.

Mi padre fue la roca en medio de esa tormenta. Aunque su cuerpo estaba debilitándose, su espíritu permanecía fuerte, como un faro que resiste el embate de las olas. Con cada día que pasaba, el viento se volvía más intenso, pero a la vez nos permitía acercarnos más, hablar, compartir recuerdos, y, lo más importante, darnos el tiempo para decir adiós.

Un día antes de su partida, una ráfaga de aire recorrió el lugar, y se sentía tan bien, tan calmada, como aquellas mañanas que a él le gustaban para tomar su café. Fue un momento de paz, como si el mundo quisiera regalarnos un instante de consuelo antes del inevitable desenlace.

Cuando finalmente llegó el momento, la tormenta estalló con toda su furia. Mi padre partió, y el dolor nos envolvió como un viento helado. Pero incluso en medio de esa oscuridad, había un extraño consuelo: el tiempo que tuvimos, las palabras que pudimos decir, los abrazos compartidos. El proceso nos permitió ser fuertes para él y para nosotros mismos.

Después de su muerte, algo cambió en el jardín. Aquellas plantas que nunca florecieron, comenzaron a brotar con vigor. Los árboles que no daban fruto, de repente se llenaron de vida. Todo lo que por años intentamos revivir con mi padre, floreció después de su partida, como si su espíritu hubiese tocado la tierra y le hubiese dado nueva energía.

Y cada vez que un nuevo fruto aparece, pensamos en él. Sentimos que nos cuida y nos protege, como un guardián invisible que guía nuestras manos mientras trabajamos la tierra. Aunque la tormenta dejó cicatrices, también dejó espacio para el sol y para que la naturaleza renaciera con una belleza inesperada. Porque el amor que compartimos nunca se desvanece, y sabemos que, aunque no lo veamos, mi padre está ahí, en cada flor, en cada hoja, en cada soplo de aire fresco.



Hoy me encuentro en mi habitacion un dia como 26 de abril del 2024 ya dos años del suceso.

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